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miércoles, 28 de marzo de 2012

A veces...

La vida, a veces es una selva tupida, llena de vegetación, humedad relativa del 200%. Otras veces es desierto, arena caliente, noches frías y gran luna.
Mire a donde mire mi vista sólo alcanza a ver arena.
Un paso, otro, huellas.
Una vez conocí una selva.
Me separan de ella kilómetros de océano y un insistente y atroz paso de horas.
Hoy toca desierto.
LA vida parece molesta, cualquiera diría que le han robado (una hora, para ser exactos)
(y un par de corazones, para ser concretos).
Sin embargo ¡bendito espejismo! Entre días de paisaje inmutable aparece una choza.
Me acerco.
Tapado con una madera hay un pozo.
Dudo hasta el instante en que lo toco, en que mis manos admiten su existencia.
Existe.
Existe.
Hasta que no contemplé la posibilidad de que existiera el agua, no había sentido mi verdadera sed.
Y allí estaba.
Mi sed.
El agua, el pozo.
Mi sed. Mis huellas.
Pero mis ojos ya buscaban más allá, hacia la choza.
Un pozo sólo existe porque una boca así lo requiere.
Porque una sed le da consistencia y forma, lo cava y explota.
Y he aquí que mis pies casi corrieron hasta la puerta,
mi sed buscando otra sed con la que identificarse
mi boca asombrada de la posible existencia de otras bocas.
Desierto.
La vida a veces es selva, a veces desierto.
El agua a veces se abre paso como lluvias torrenciales
pero es en el mismo seno del fuego
donde uno comprende su valor.
Boca.
Tras una puerta entreabierta que existe.
¡Dios! Me apoyo en su existencia para no caer,
sobrepasada por la impresión de que verdaderamente exista.
El pozo.
La choza.
Yo misma y mi sed.
La vida.
Boca.
Una boca de un anciano existe y me sonríe tras una mesa en una habitación casi vacía.
Me invita a sentarme, me ofrece té.
Parece muy sabio.
Me quemo en la impaciencia de beber.
Él se ríe, su risa me da a entender que él ya se ha quemado muchas veces.
Trata de decirme algo, gesticula.
No lo comprendo.
Manos. Manos que hablan como si lo supieran todo. Como si tuvieran vida...
Vida.
Me río y me encojo de hombros, con un gesto que quiere decir que no lo comprendo.
Y sin embargo ahí me quedo mirándolo, ensimismada, observando sus gestos.
Yo trato de explicarle mi camino, hablarle de la selva, de las dunas, de las ciudades invisibles, de las ciudades que no duermen, de las ciudades con mar, de los amaneceres de luna porque nunca conseguí ver amanecer al sol...
De mis huellas.
Él sonreía y se encogía de hombros, es probable que no me entendiese.
Así pasamos las horas. Porque el desierto no entiende de relojes. De los jodidos relojes no entiende el desierto.
La vida a veces es selva, a veces desierto.
A veces es sólo vida.
Y entonces es cuando más merece la pena.
Cuando miras a tu alrededor y no hay prácticamente nada.
Noche.
Esa noche, cansados de hablar, el anciano se tumbó en un jergón. Yo me enrollé en mi abrigo y fingí que dormía.
Cuando escuché su respiración tranquila, de sueño, salí a la noche.
Noche.
Miré al cielo cuajado de estrellas.
Una pasó como si huyera.
Fugaz.
No porque fuera fugaz, sino por sentirme identificada, me sinceré con ella.
Y mi boca y mi sed le gritaron a la noche:

¿Quién pude enseñarme el idioma universal?
Porque yo al menos, no entiendo al amor.
La vida... a veces...



[Al mayor de mis espejismos, gracias por toda la poesía que me has regalado. Gracias por existir, aunque no pueda definirte ni alcanzarte ni en el espacio, ni en el tiempo]