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domingo, 9 de mayo de 2010

Por mis azoteas

Iba pescando mojarritas por los rincones empenumbrados de las calles estrechas, tendiendo ropita al sol de las azoteas: esas azoteas tantas veces exploradas ¡tantas veces!. Sus pasos resonaban sonoros en los adoquines e imprecisos por el eco que levantaban en una calle sumida en la hora de la siesta.
Pero no era como cualquier tarde, ahora todo era distinto. Era un tránsito de imágenes blancas y grises. Como una fotografía en blanco y negro no muy bien enfocada: con los contornos difusos y las sombras confundidas.
Mira que estaba floreada y colorida la primavera y que gladiolos y claveles asomaban con desparpajo de las macetas. Que la ropa tendida semejaba un carnaval de colores como el de aquí, pero cálido y desarropado (casi desnudo) como los del trópico.
Pero ella, rondadora incansable de las calles de la ciudad, seguía su camino más allá de las ventanas adornadas e incluso de las azoteas. Alto…, muy alto flotaba y se miraba a sí misma. O mejor dicho, a los trozos de sí misma que iba laboriosamente recogiendo su sombra. Llevaba apagadas.., susurrantes.., dos palabras colgadas de los labios. Ese era quizás el motivo para que el sol huyera en una tarde calurosa de mayo: se avergonzaba de brillar menos que esas dos palabras, y calentar menos que su boca.
Y es que aquella tarde, antes de que el sol se atenuara, y cuando aún andaba al ras del suelo, giró aquella esquina y vio ante sí a los ojos diana de aquellas dos palabras. Y sonrió a la sonrisa portadora de su esencia, mientras en su pecho despertaba una multitud ruidosa y desbocada. Entre el ruido, no pudo más que dejar colgadas de sus labios las dos palabras, coloridas también como la ropa que colgaba de los tendederos. Cálidas y desnudas como el carnaval y el trópico.
Y torpemente, con descuido, soltó otro par de palabras de esas de usar y tirar que a nadie le importan demasiado:
“Hasta luego”- dijo.
“Hasta luego” le devolvió él como los adoquines le devolvían sus pasos.
Y entonces muy bajito las soltó, pero ya no había quien las oyera. Las dos palabras, las de verdad, las radiantes, se quedaron tatuadas en la piel de sus comisuras y ya nada podría cambiar el color de una tarde gris de primavera.

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