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domingo, 9 de mayo de 2010

Tándem o bicicleta para dos (I)

Al despertar estaba en el suelo, acurrucada en el edredón y abrazada a la almohada. A su alrededor, desperdigadas, cientos de páginas escritas y emborronadas que como ella se habían deslizado durante el sueño huyendo de esa jaula de sábanas frías y desoladas.



Fue lento su viaje desde la inconsciencia hasta el pleno renacer de sus sentidos. Su olfato fue el primero que reaccionó ante el olor a tostadas recién hechas que venía, obviamente no de su desierta cocina que esperaba día tras día el momento en el que ella decidiera cocinar, sino de la cafetería que había en el local de abajo.



Unos segundos después despertó su tacto y su espalda notó que ese roce frío y encerado no era el típico de sus sábanas y a tientas buscó sus gafas en la mesilla de noche. Sólo que la mesilla no estaba donde debía estar. Entonces decidió pasar de ese entornado legañoso con el que antes miraba, a ver de verdad y abrió del todo los ojos para darse cuenta de que había vuelto a quedarse dormida escribiendo. Se puso en pie y abrió la persiana, cerrando de nuevo los párpados ante un fogonazo de luz matinal que no esperaba. Era muy tarde. Fue corriendo hasta la silla donde descansaba desordenada la ropa del día anterior y apresuradamente se quitó el pijama, lo revoleó en la cama y se puso los vaqueros y el jersey.



Peleó cuerpo a cuerpo con sus zapatillas intentando ponérselas sin quitarles los cordones, pero tras unos minutos ellas aguantaban impasibles los envites de su pie así que decidió calmarse y hacer las cosas con cierta tranquilidad.“Vístete despacio que tengo prisa” se dijo a sí misma.



Sin intentar ponerles un orden lógico recogió del suelo sus papeles y sonrió irónicamente: aquello parecía un campo de batalla, donde siempre ganaba su ineptitud y morían los versos. ¡Si contaran como daños colaterales los hechos a las palabras qué cruel enemigo sería!...



Terminó la cafetera de escupir las últimas gotas de ese mejunje al que ella gustaba llamar café pero que bien podría llamarse caramelo, pues llevaba más azúcar y agua caliente que otra cosa. Se lo bebió de un par de sorbos, apurándolo al máximo, pelándose la lengua y aceleradamente dejó la taza en el fregadero hasta quién sabe cuándo.



Cogió su maleta del trabajo, que había permanecido cerrada desde que llegara el día anterior y revisó sus bolsillos. “llaves, cartera, móvil...todo en su sitio”. Se la echó a la espalda. Y con un portazo, como cada día, dejó atrás a las indiferentes paredes donde aún reberveraban los susurros sordos de los versos aún no nacidos y donde callaban para siempre los atildados acentos de las palabras muertas...



******************************************



Distraída cruzó la calle, con ese tipo de automatismo de por las mañanas en el que ella iba por un mundo y sus pies por el otro, sin más graves consecuencias que algún que otro tropezón. Llegó a la farola donde siempre aparacaba su bicicleta, por ser una de las pocas que se veía desde sus ventanas y sacó la llave tras buscarla al menos tres veces en el mismo bolsillo. La introdujo en el candado pero en el fondo sabía que algo no iba bien, la llavé giró..., el candado cedió... lo único malo es que ¡aquella no era su bici! Miró hacia el resto de la calle sorprendida, por estar sujetando el primer manillar de un tándem que no era suyo. Una bicicleta para dos. Aparcada en su farola ( que si lo pensaba en frío no era suya pero..en fin..) donde nunca nadie le había quitado el sitio.

Y sin embargo...sí, aquél candado con la cadena rosa y los tréboles de cuatro hojas no podía ser otro que el suyo. Y la llave lo abría....

Como en un sueño, volvió a cerrar y a abrir con la llave y a mirar hacia los lados y hacia arriba, como si alguien pudiera estar observándole. Como si alguien fuera a juzgarla, a señalarla por coger lo que no era suyo.



¿No era suyo? ¿ y por qué estaba allí atada con su cadena? ¿quién querría cambiar su bicicleta por una bicicleta para dos? Sin pensárselo muy bien llamó a la redacción y murmuró una excusa tonta que debió sonar muy convincente, porque su compañera le aseguró preocupada que la llamaría más tarde a ver qué tal iba todo.



Acelerada aún sin darse cuenta se alejó y cruzó a la otra acera. Paseó como ausente por barrios y plazas, sonrió distraída a un viejete que le dedicó su piropeo matinal. Se mezcló entre las gentes que iban y venían al mercado. Se estremeció ante el frío de esa mañana de invierno.



El corazón le latía de prisa y algo martilleaba sus sentidos. ¿Por qué? Una bicicleta de ese tipo costaba mil veces más que la suya...¿quién querría cambiarla? ¿cómo pudo cambiarla? Su sorpresa se fue convirtiendo en enfado, y de nuevo en sorpresa, y en ira y en incredulidad... Pasó por mil estados de ánimo en segundos, o en minutos o en horas quién sabe. Hasta que sel frío en sus manos le hizo volver a la realidad y se dio cuenta de que estaba congelada. Entró en un bar que no conocía. Era muy curioso: pequeño y recogido, lleno de encanto y con un camarero de muy buen trato. Pero a ella le sabía amargo. Hasta la sonrisa sincera de ese rechoncho bonachón, era amarga. Por eso no pidió un café. Sólo pidió un vaso de leche.



El camarero preguntó entonces: -¿sola?



Y todo se paralizó, y entendió que lo que le molestaba no era el robo de su bicicleta, sino el regalo absurdo que ponía de manifiesto lo que su vida rápida, sus amores de barra y su autosuficiencia habían ocultado a su inteligencia...



- Sola...- Murmuró distraída al camarero. Que le trajo al instante el vaso con un sobre de azúcar y un chocolatillo como si supiera que debía reparar el áspero sentimiento que su única palabra acababa de despertar.



Porque no había nadie a quien llevar o que llevase. Nadie a quien invitar a ese café. Nadie a quien contar que esa mañana se levantó de nuevo tarde, envuelta en versos esculpidos de soledad.



Pagó y desandó el camino. Chocando con todos. Mirando a todos. Como buscando los ojos que pudieran salvar su día. Pero no había nadie. Nadie a quien dar un paseo en la madrugada. Nadie que pedaleara en su misma dirección. Nadie a quien escuchar o que la escuchase.



Y rodeada como estaba de mentiras no se había dado cuenta. Y seguiría sin hacerlo sin no fuera por esa absurda mañana, por esa absurda bicicleta que ahora miraba desde la acera de su portal. Como si ella fuera la verdara culpable de su estúpido día. Como si su propio aislamiento dependiera de ese trozo de metal que allí permanecía impasible.



Con lágrimas en los ojos comenzó a darle patadas, hasta que dobló una rueda y se quedó sin resuello. Entonces volvió a casa, echó las persianas y se metió en la cama a esperar amargamente que al siguiente día, al abrir los ojos y mirar por la ventana en su farola no estuviera más que su viejo medio de transporte. Pero no fue así, al día siguiente, cuando todo parecía haber sido sólo un sueño, allí seguía el tándem o bicicleta para dos...



{CONTINUARÁ}

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